30.3.11

Rojo

No es tan fácil como creería que sería... pero no pienso dejarme vencer, he dicho.
Simplemente hay que volver a encontrar la chispa que me haga escribir. Probablemente volveré a escribir sobre lo mismo de siempre, cuando recupere la soltura; o simplemente me limitaré a despotricar sobre las absurdidades que puedo llegar a ver en este mundo (empezando por la Ley Sinde y pasando por el sinsentido que tiene la televisión hoy en día); tal vez encuentre mi lugar escribiendo poemas de amor (cosa que ambos dudamos: tú, yo y el mundo) o limitarme a inventarme historias. Bueno... esto último siempre se me dio un poco mal. O... mejor dicho, eso último siempre se me dio un poco mal sin terminar hablando de tetas y culos. Y, por eso mismo, creo que es la mejor oportunidad del mundo para improvisar la peor de las historias. Y allá vamos.

Erase una vez, en el pueblo lejano de Ciudad Vecina, un pequeño gigante que paseaba la calle principal de las tiendas. Todo sus educados vecinos le saludaban cortesmente ocultando una pícara sonrisa por lo cómico que resultaba el gigante con la boca manchada de rojo, tal vez restos de mermelada de frambuesa o algún tipo de sirope rojizo. Todos los vecinos, con amabilidad, le preguntaban por su vida y nombraban a su madre tratando de alargar todo lo posible la conversación disfrutando del morbo de conocer algo que esa persona no era consciente y tener que aguantar la risa. Llegó el punto en el que se volvía tan exagerado que hasta cinco vecinos se aglomeraban a su alrededor tratando de parecer interesados por las conversaciones más banales que pudiesen generar. El gigante, absolutamente extrañado de la situación, se colapsaba al intentar responder todos y cada uno de los saludos y las preguntas, preguntándose porqué había cambiado tanto su estatus con sus conciudadanos de la noche a la mañana. Bastaba con recordar lo ariscos que se comportaban hace semanas y lo mal que le habían hecho sentir con sus discriminaciones e insultos al pasar a su lado. Pero parecía todo haber cambiado... lo que le provocaba cierto malestar consigo mismo, por todo lo que llegó a pensar hace escasos días en un momento de enfado con sus vecinos. Ahora parecía todo perfecto.
Obviamente, como se esperaba todo el mundo, llegó el momento en el cual un niño sonriente e irritante se acercó al gran señor para gritarle '¿Eso que tiene en la cara es mermelada? Mamá, ¡yo quiero mermelada!'. El sonido provocado por el estallar de un centenar de risas acumuladas con tantas ganas que parecían millares hizo vibrar los cristales de los cristales tanto como la sonrisa del niño que la había desatado, creyéndose el amo y señor del poder Risil (dícese del poder que permite a su poseedor controlar, modular y provocar al risa a un rango de personas inmenso, tanto como la fuerza de la misma risa que provoca). El gigante, en estado de shock porque seguía sin entender lo sucedido, acercó su mano a la comisura de los labios y notó la humedad de la rojez; entendiendo lo sucedido. Entonces él también sonrió. No era una sonrisa cohibida, intimidada ni forzada. Era más bien una sonrisa burlona, pícara, incluso sarcástica. Se dirigió al pequeño con una cordial mueca y le contestó. 'No, pequeñín, es la sangre llena de azúcar de la niñita que me comí antes de salir. La verdad es que pensé que me había limpiado, ya que estuve un rato en el lavado para limpiar su sangre y la del resto de los niños de ese parque. ¡Me divierte tanto descuartizarlos que me olvido de lo complicado que es limpiarlo!'.
Y pasaron un par de semanas hasta que sus vecinos volviesen a sonreír.

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