5.10.10

Gato

El gato voló por la ventana. No me refiero a que la rubia explosiva que se autodenominaba su dueña lo dejase caer por el alféizar; ni que el zopenco integral de su novio, en un alarde de demostrar la productivas que son sus treinta horas de gimnasio semanales, lo lanzase simulando que se trataba de una prueba de martillo olímpico. Nada de eso. Me refiero a que, literalmente, voló por la ventana. Estaba harto de la hipócrita de su 'dueña', y le desagradaba cada vez que ella trataba de presumir de los peinados horrorosos que le obligaba a soportar; o tal vez estaba hasta sus felínicos testículos de esas interminables sesiones de peluquero gatuno que le provocaban una rabia únicamente comparable a la sensación al repetir una de estas absurdas colas para las becas simplemente porque es necesario poner el Srta antes del nombre, o cuando vas con demasiada prisa y la inoportuna guardia civil se levantó en ese día que trabajan y lo llenan todo de controles, o incluso cuando pasas meses planeando al detalle el asesinato que te llevará a los anales del mundo criminalístico y tu objetivo tiene la genial idea de sufrir un infarto esa mañana acabando con su vida. Pero ni siquiera era sólo eso, ya que tampoco aguantaba al insoportable de su novio con esa sonrisa de retrasado, esos comentarios estúpidos que todas ríen para lograr tocar sus músculos desnudos algún día, y no sólo imaginárselos con la puriempleada alcachofa de la ducha. No era capaz de mantenerse cuerdo con esa situación, por lo que el gato optó por poner a prueba al señor Murphy y volar por la ventana esperando que no se cree un bucle espaciotemporal como aquel caso de un compañero suyo que saltó con una tostada de mantequilla atada a la espalda. Aunque, temiendo por su vida, buscó la ayuda de una capa roja para lograr algo más de planeo y una caída menos dolorosa. O, por lo menos, más espectacular. Así que voló. Con un salto en carrera entró por el marco de la ventana, y surcó sobre el alfeizar sintiendo cómo el gélido viento matutino de un octubre especialmente frío en la capital le cuarteaba la retina resecándola a límites teóricamente inalcanzables, impidiéndole que los mantuviese abiertos para observar el paisaje fugaz de una caída libre a través de siete largos pisos. La capa ondeaba frenéticamente durante toda la caída, haciendo figuras en conjunto con su cuerpo. Disfrutaba cada momento de esa interminable e instantánea caída. Jugaba haciendo tirabuzones, vueltas y figuras dignas de un medallista de trampolín. La gente le señalaba entre las ventanas y bajo su sombra en la acera, unos con gritos de sorpresa y otros riendo por la cómica figura que no podía evitar hacer.